Después de cada proceso electoral, los
nuevos mandarines nombran a gente de su partido y quitan a funcionarios
valiosos, condenados a quedarse sin trabajo pero con sueldo. Un destrozo
económico y humano.
| Ver "Miau" de Galdós |
Cuando en estas cosas se acaba el dinero, aparece ante el público
toda la osadía y la desvergüenza de los responsables como un panorama de ruinas
y causas criminales. Pero el otro despilfarro es peor, porque no depende solo
del dinero, sino de la ausencia de pautas de cooperación y del triunfo del
sectarismo político y la intolerancia; entre sus pliegues vuelve a adivinarse
el viejo cainismo hispano. Y aunque sus consecuencias no son tan espectaculares
como aquellas, minan, sin embargo, en silencio la moral de nuestra sociedad, y
desbaratan los hilos de la cooperación colectiva en asuntos de demasiada
importancia. Siempre que hay en España unas elecciones, de cualquier
ámbito que sea, se producen cambios numerosos y drásticos en parte —y no poco
importante— del personal que presta sus servicios en la Administración Pública. Los nuevos mandarines proceden
inmediatamente a nombrar en subdirecciones, vocalías, cargos de confianza,
consejos y figuras parecidas, a funcionarios o profesionales que pertenecen a
sus partidos, círculos o simpatías.
En definitiva, gentes de la propia
persuasión, de la propia cuerda. Lo que resulta de ello es que la mayoría de
aquellos que desempeñaban tales funciones pasan ahora a habitar un espacio
profesionalmente incierto. Se trata de cientos, acaso de miles, de
profesionales de alta formación, cuya potencial aportación a la fuente de la
riqueza social se ignora, se despilfarra.
Se ve a especialistas internacionales en
protección del medio ambiente fichar por empresas privadas o asociaciones
profesionales ¡extranjeras! Se ve a diplomáticos de larga experiencia vegetar
en los pasillos del ministerio. Se ve a técnicos muy cualificados en derecho
fiscal e inspección tributaria ser desahuciados fríamente de sus posiciones
pretextando que no son de fiar. Todos ellos acabarán Dios sabe dónde, en la
empresa privada o en la pura inacción, pasando los días mano sobre mano. A
veces se sabe que algunos de esos funcionarios son condenados a tener su mesa
vacía de expediente alguno y dejar transcurrir la jornada mirando tristemente
la oquedad de su tiempo de trabajo.
Cientos de profesionales de alta
formación, acaso miles, pasan a habitar espacios inciertos. No estoy
exagerando. Para muestra basta un botón. Estos días, un alto funcionario de la Administración del
Estado, Jaime Nicolás Muñiz, se ha visto obligado a denunciar al ministro del
Interior por practicar con él eso que se llama mobbing [acoso].
Ha estado meses y meses sentado en una
mesa sin que le fuera encomendado asunto alguno. Aquí lo que puede parecer una
anécdota resulta ser también una categoría: su formación es envidiable para
cualquier país, tanto por lo que respecta a su experiencia como servidor
público como por lo que respecta a su cultura y su formación. Y parece ante
todo un administrador público, no un político de partido o confesión alguna.
Un funcionario a
lo Weber en el más
estricto sentido de la palabra. Un ejemplo de los muchos que podrían traerse
aquí. Pues bien, todo ese conocimiento se desperdicia miserablemente. Su sueldo
—nada bajo— se le sigue pagando, sin embargo, con rigor; por supuesto, con
cargo al contribuyente. Como a tantos otros. Doble despilfarro, pues, y una
herida honda en la estima moral no solo suya, sino de muchos otros servidores
públicos que temen así ser usados y tirados por el primer fanático que
siguiendo uno u otro de los azarosos y a veces no tan dignos caminos que acaban
en una cartera ministerial haya alcanzado alguna de las esferas del mandarinato
político.
En la España del XIX, los vaivenes incesantes de la
política provocaban periódicamente una simple expulsión de funcionarios que los
precipitaba en un desierto profesional que tenía incluso nombre y estatus
jurídico: la cesantía. Los cesantes constituyeron una más de las
manifestaciones de la inmadurez del Estado liberal en España. Cuando cambiaba
el Gobierno cambiaba toda la
Administración , y aquellos a los que les tocaba cesar
malvivían anhelando el siguiente cambio ministerial. Galdós los retrató en todo
su amargo desamparo en su novela Miau. Ramón Villaamil, empleado público
innovador que se había propuesto nada menos que incorporar al sistema fiscal
español el income tax[impuesto sobre la renta] solo
puede dedicar su tiempo a impetrar el favor o la generosidad de los nuevos
favoritos. A lo mejor vale la pena releer sus fatigas para descubrir la razón
de que lo de hoy recuerde a lo de ayer. Porque muchas carreras de servidores
públicos que están también hoy a merced del favor de los políticos. Sin duda,
hemos mejorado mucho en garantías personales y profesionalidad de la función
pública, pero hay demasiados políticos que no han aprendido todavía dónde
pueden estar los límites de la arbitrariedad y del sectarismo.
A veces, este doble despilfarro me
recuerda también aquellas subvenciones estúpidas que dio en conceder hace años la Comunidad Europea :
se pagaba a los agricultores para que no sembraran sus campos. No hay que
excluir que esta absurda política sea la responsable del abandono del campo
español. Hoy se hace algo parecido con muchos funcionarios: son pagados, pero
se les condena a no trabajar. Y tampoco hay que excluir que eso vaya ser
responsable de la degradación de la Administración Pública.
Y seguramente el despilfarro material no es lo peor: semejantes prácticas en el
empleo público pueden acabar en un peligroso envilecimiento de los funcionarios
mismos, que acabarán por sentirse obligados a desarrollar externamente
conductas obsequiosas impropias de un profesional digno. Sí, digno, porque se
trata también de un problema de dignidad.
Muchos políticos no aprenden dónde están
los límites de la arbitrariedad y del sectarismo. El Partido Popular corre
el riesgo de echar a perder por segunda vez la mejor oportunidad que ha tenido
la derecha española contemporánea de articularse como un partido conservador a
la altura de los tiempos. La primera fue con José María Aznar, cuyo retrato
histórico —al contrario de lo que él mismo parece suponer— será previsiblemente
insignificante y negativo.
Y no solo porque después del logro de
convivencia que supuso la
Transición volviera a la intemperancia y el desdén. Lo será
sobre todo porque impidió la formación de un partido que podía haber
representado con toda dignidad y sin sectarismo al más importante segmento del
moderno pensamiento conservador español. En lugar de hacer esto, interfirió su
rumbo más fructífero y prometedor incrustando en sus nódulos la intolerancia de
grupos políticos, religiosos y sociales cercanos a su obtusa personalidad, y propiciando
en él sus actitudes intransigentes y sectarias.
En su segunda oportunidad, el partido
parece haber aceptado esa parte de su legado sin beneficio alguno de
inventario; esa ha sido su práctica cuando ha estado en la oposición, y muchos
de sus actuales dirigentes parecen querer proseguir en el Gobierno con aquel
temple agresivo y excluyente, con esa impronta autoritaria que no duda en
relegar a cualquiera en aras de los intereses del partido. Con aquel
autoritarismo anticuado que definió tantas veces a nuestra vieja derecha y que
vuelve a estar demasiado presente en la práctica política de la actual. Aquí y
allá, sigue hoy advirtiéndose en sus filas el fanatismo que habita en círculos
religiosos intolerantes y en mentes políticas integristas. Y quizás una de sus
manifestaciones más nocivas sea esa de darse, como si de un plan de trabajo
deliberado se tratara, a la práctica de la exclusión y ninguneo de servidores
públicos no afines, una práctica indeseable que está volviendo a producir entre
nosotros un estúpido despilfarro económico y humano.
Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho
de la Universidad
Autónoma de Madrid.

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