EL PAÍS. Leo
mucho de lo que se va publicando sobre que un vigilante de seguridad de una
empresa privada pueda detenerte, registrarte, interrogarte... y todo ello en
mitad de la vía pública. El denominador común es lamentar dicha innovación
legal y argumentar en contra que un vigilante posee menos preparación
profesional que un policía.
Siendo
cierto lo anterior, creo que el enfoque debe ser otro: en un Estado de derecho,
el monopolio de la violencia lo ostenta el Estado y el ejercicio legítimo de la
fuerza que de ello se deriva le compete en exclusiva. Pues bien, siendo eso
así, el correlato inmediato es que solo los funcionarios (en este caso de
policía) pueden ejercer la potestad administrativa en nombre de ese Estado.
Jamás (en un Estado democrático, en sentido no formal, sino material) esa
potestad puede delegarse en quien no sea funcionario (de carrera o de empleo).
Al
haber dado el Gobierno del PP este paso, no solo ha incurrido en un grave error
político (cuyas consecuencias no tardaremos en lamentar), sino que, además, ha
atentado contra una de las bases de la propia Administración pública en su
sentido democrático: haber accedido a tal condición mediante procesos
respetuosos con los principios constitucionales de igualdad, mérito y
capacidad.
Servidores
públicos van a ser sustituidos, en parte de sus funciones, por empleados
privados a sueldo de empresas particulares. Servidores del interés privado (de
la empresa que le paga) gestionarán la seguridad ciudadana en lugar de los
funcionarios de policía, que son servidores públicos.
Primero
inventaron lo de la “marca España” y ahora se han puesto a la tarea de
vendérsela al mejor postor.
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